El corazón se agrieta también al ensancharse. Así lo siento recién aterrizada de mi segunda visita al campamento de ADCAM, en el Masai Mara de Kenia, un lugar extraordinario en el que la belleza de la naturaleza, la experiencia con la comunidad y el proyecto social que allí se desarrolla agitan el alma, de igual manera que el viento sacude una rama cuyas hojas podrán ser más tarde nutrientes para el suelo. O eso espero.
En estos días he tratado de enfocar mi mirada en las niñas más mayores del colegio, esas chicas de edades diversas – que allí se cuenta por etapas y no por años- que transitan desde la infancia hacia la vida adulta, estudiando sus últimos cursos de educación primaria. He intentado mirarlas atravesando al otro lado del espejo de los enormes, inmensos, prejuicios e ignorancias de mi condición de mujer rica blanca universitaria, consciente de que solo desde ese otro sitio conseguiría verlas al menos un poquito.
Y he visto que no podemos creer en Dios si no creemos en las niñas. Y que no debemos plantar un árbol sin antes hacer lo que esté en nuestras manos, un pequeño gesto, una gran acción política, para facilitar que una chica siga estudiando más allá de la enseñanza primaria. Especialmente una chica pobre, habitante de un entorno donde es muy difícil acceder a la educación secundaria, el deseado plan B, y cuyo plan A, una vez finalizado el colegio, es un matrimonio precoz en un contexto patriarcal. Es decir, una vida adulta con apenas existencia.
Y también he visto nuestra ceguera. Porque no solo tenemos una deuda con la educación secundaria de las chicas, también tenemos en ello una posibilidad única para transformar el mundo. Ni la tecnología, ni la sostenibilidad, ni la innovación van a ser tan relevantes para definir en positivo el futuro de la humanidad como lo puede ser la educación de las chicas. De estas chicas. Es en ese lugar y en ese momento de tránsito hacia la madurez donde existe la gran oportunidad para hacer del mundo un lugar mejor para todas las personas; también para el Planeta y para nuestros corazones. Esas niñas casi chicas, lo he visto, tienen todo lo necesario para afrontar con éxito los desafíos de nuestra particular Odisea: La sabiduría ancestral de los cuidados y la compasión hacia sus seres queridos, los ya nacidos y los que vendrán a través de su cuerpo y del cuerpo de sus hermanas y amigas. Un profundo sentido de responsabilidad hacia los demás. Una conexión sin deudas ni artificios subjetivos con su comunidad, que se extiende hacia todo aquello que le da sostén y vida: las plantas, los animales, el agua, la comida, el fuego… Y una multiplicidad de competencias y capacidades en todo tipo de materias, desde las matemáticas a las ciencias sociales, la literatura o la física, puntuando en los más altos niveles de exigencia del más cualificado modelo académico del siglo XXI.
En el fondo de sus ojos, como una fuerza gravitacional que pone orden en el caos emocional que a menudo rige en las fronteras, he visto su devoción por los estudios, por los libros, las aulas y los lápices. He visto en sus ansiedades, en sus testimonios y ovaciones, que seguir estudiando una vez finalizada la educación primaria es el gran sueño de sus vidas. Su mayor aspiración. Su objetivo. El éxito. Una épica tan personal como colectiva que transformaría su destino y el de todos nosotros.
¿A qué estamos esperando?
Quizá a eso. A verlas.
Esperanza Navarro- Pertusa
Doctora en Psicología